30 de mayo de 2011

NUESTRA MURALLA

Hola de nuevo.

Hace mucho tiempo existió una pequeña  ciudad estado. Su gobernante era ya anciano y su experiencia le había dado una gran sabiduría. Conocía a todos sus súbditos porque siempre tenía tiempo para hablar con ellos y conocer sus vidas, sus opiniones y lo que necesitaban. Por ello, todos vivían en armonía, sintiéndose dichosos de estar ahí. Muchos de sus habitantes solían salir a otros reinos o ciudades y cuando volvían comunicaban lo que allí habían aprendido. De la misma forma muchos viajeros llegaban y compartían experiencias. De esta forma, todos crecían y prosperaban.
En ese tiempo de paz y felicidad, ocurrió que un día uno de los visitantes llegó enfermo. Nadie conocía que era lo que le pasaba y aunque hasta el mismo médico del anciano rey fue a verle no pudo hacer nada y el viajero murió. Todos se entristecieron y pronto empezaron a alarmarse porque otras personas cayeron enfermas con los mismos síntomas. 
 Nadie quería salir de casa. Las calles estaban vacías y todo era desolación. El gobernante de aquella ciudad con sus consejeros buscó la manera de salvar aquella situación y poner fin a la enfermedad que tanto daño estaba causando, pero no lo logró. Fue entonces cuando su hijo le sugirió la idea de construir un muro para que nadie saliese y para que nadie entrase. El anciano Rey se negó, diciendo que lo mejor era seguir en comunicación con los otros reinos para conocer si habían conseguido una cura para la enfermedad. Los consejeros también estaban divididos y pronto en aquella ciudad hubo dos bandos: los que querían el aislamiento y los que querían seguir en contacto con los demás reinos. 
El anciano Rey estaba muy abatido y cayó enfermo y fue su hijo el que tomó el poder. Así fue que mientras el anciano gobernante estaba en cama,  se construyeron murallas alrededor de la ciudad estado con soldados para vigilar que nadie entrara ni saliera. 
Pasó un tiempo y muchos habitantes murieron; pero poco a poco la enfermedad remitió. Los que habían logrado sobrevivir empezaron de nuevo pero ya no era lo mismo porque todos estaban tristes ya que a todos se les había muerto alguien víctima de aquella enfermedad. Por ello se puso recordatorios de todos los caídos, se hicieron días de luto y para recordar lo que había acontecido se decidió cambiar la forma de relacionarse con el exterior.
Las murallas fueron  reforzadas y en cada una de ellas había un médico que inspeccionaba a los que entraban por si estaban enfermos, de tal forma que aquel que tenía un catarro no podía entrar en la ciudad y el ciudadano que enfermaba se le encerraba en lo profundo de un castillo para que estuviera en cuarentena. 
Con el tiempo, los viajeros pasaban de largo y nadie llegaba a la ciudad-estado y sus habitantes olvidaron  que existía un exterior, y si alguno preguntaba qué había más allá, todos le decían: "calla, de allí viene la enfermedad incurable y la desdicha". Y vivieron como si aquella enfermedad estuviera con ellos siempre...

Así estamos cada uno de nosotros. Somos como esa ciudad-estado. Sí, hemos sufrido; algunos más y otros menos, y  llevamos en nuestro interior información de sufrimiento y desdicha. Pero también de alegría y bienestar, y también hemos sido felices. Hacemos como los habitantes de la ciudad; nos quedamos con el recuerdo de los momentos de dolor y funcionamos como si estuviésemos en esos momentos que ya pasaron.
Veo el mundo a mi alrededor, a las personas que nos encontramos por la calle, en el supermercado, en el bar, y percibo su muro. Me miro a mí misma y también lo veo. Ahí está. 
Todos estamos encapsulados en un pequeño espacio del que no somos conscientes. Es una proyección del centro racional. Una proyección, que nos hace vivir en un sueño profundo. Algunas veces tenemos un pequeño instante de conciencia de ese muro y algo en nuestro interior se estremece... Lo vivimos como una brecha en nuestras defensas y de forma inmediata ponemos piedras y argamasa reforzándolo. 
Ese muro en el que vivimos no tiene la finalidad de impedir a alguien que entre; está hecho para que tú no salgas, no te muestres, no te expongas al exterior. Ese muro está construído con autocríticas, autojuicios, autosufrimientos, culpabilidad y temores. 
La muralla nos hace vivir en una continua dualidad; encapsulados en un pequeño pueblo donde la rutina diaria es constante y no aparece nada nuevo. A veces, dejamos entrar algo distinto, y créeme, se forma una fiesta, una vida nueva aparece. Lo que suele ocurrir es que las puertas se vuelven a cerrar y eso nuevo que ha entrado se disuelve en la rutina del pueblo. 
¿Qué necesitamos?
Abrirnos a lo nuevo. Si no podemos por ahora derribar nuestra muralla, por lo menos, abramos las puertas y dejemos entrar lo que viene de fuera y con ello también conoceremos lo que está adentro.

Hasta la próxima.
Que la luz de tu corazón guíe tu camino. 
Elenka